Capítulo
16
La
marca de un buen recuerdo
Allí,
en la puerta, estaba el joven Len, con un escueto calzón por toda
vestimenta. No dijo nada, no hacía falta, tal como había abierto la
puerta, la cerró detrás de sí.
–
¡Estos putos indios!– exclamó el tipo de la cicatriz en el
cuello.
Red
le echó una mirada y su mano izquierda agarró con fuerza lo que aún
seguía tieso entre los muslos del tipo, retorciéndole los encogidos
huevos con toda la fuerza de que fue capaz. Cayó el sujeto al suelo
entre gritos de dolor. Red salió de la bañera, el agua se escurría
por su pie desnudo, un pie que apretaba ahora el cuello del vaquero.
–
¿No decías que algo tendría que hacer?
Presionó
ligeramente el pie y descargó con el otro una patada allí donde más
parecía retorcerse el otro. Tomó una toalla, recogió del suelo los
sedosos calzones y dando un portazo salió del baño.
Cuando
llegó a la habitación, Johnyboy ya se había despertado.
–
Vaya cara que traes– comentó al ver aparecer a Red, quien no
contestó nada. Se limitó a irse hacia la cama, mientras empezaba a
secarse de espaldas a su joven jefe. Los ojos de Johnyboy se fijaron
en aquel cuerpo apretado y moreno, y en aquel culo de cachas tan
estrechas. En esa visión se recreó un rato hasta que la tela blanca
de unos sedosos calzones le impidió seguir disfrutando de tamaña
vista.
–
Te espero abajo– le dijo Red antes de salir una vez vestido.
–
No, no me esperes. Tengo un último asunto que resolver.
Salió
pues el vaquero de la cara marcada, dejando en la habitación a un
Johnyboy turbado aún por la visión del culo de su compañero.
*****
Al
salir a la calle, se sorprendió Johnyboy de la animación que había.
Aquella ciudad nunca paraba. Carros con mercancías y diligencias
cruzaban la polvorienta calle, mujeres arregladas evitaban el paso de
los caballos, pistoleros apostados en las paredes de los bares, con
sombreros calados hasta los ojos, atentos a lo que solo ellos sabían,
chicos que portaban libros atados con cuerdas, marchando hacia la
escuela, un auténtico enjambre de seres humanos como laboriosas
hormigas, cada uno cumpliendo con su trabajo.
Respiró
hondo Johnyboy el fresco aire de la mañana y con paso decidido se
acercó a la sucursal bancaria, donde esperaba conseguir lo único
que le faltaba para llevar a cabo su plan. En un bolsillo trasero del
pantalón, el libro que la noche anterior le había prestado Mr.
Bradbury y que él había logrado terminar aquella misma noche,
después de mucha lectura y alguna que otra paja. Le había
sorprendido la historia que el libro narraba, no sabía él que ese
tipo de historias se pudieran escribir. Al fin había dado con un
libro que contaba la otra realidad del oeste.
Entró
en la sucursal del banco, donde no había mucha gente. Vio las tres
ventanillas abiertas, atendidas por un par de hombres calvos y por
una chica. Se acercó a la chica, se presentó y solicitó ver al
director de la sucursal, Mr. Bradbury. La chica, embelesada por el
encanto de aquella sonrisa que se dibujaba debajo de aquel fino
bigote rubio, le contestó que Mr. Bradbury no se encontraba en su
oficina, que quien estaba allí era el joven abogado Frank Bradbury,
hijo de Mr. Bradbury, y que si era tan amable de esperar un minuto
ella se podía acercar a preguntarle si lo podía atender. Contestó
Johnyboy que no le importaba que lo atendiera el hijo y que fuera a
preguntar. Regresó al minuto la chica y le dijo que el abogado le
atendería, echándose a un lado para que el joven jinete pasara. No
se le escapó a Johnyboy el roce de los pechos de la chica sobre su
torso cuando se cruzaron, y solo por eso le regaló otra de sus
encantadoras sonrisas.
Llamó
a la puerta del despacho.
–
Entre– exclamó Frank Bradbury, a quien el anuncio de la presencia
del joven vaquero le había provocado cierto nerviosismo.
Entró
Johnyboy y se encontró con el hijo de Mr. Bradbury. Frank se había
puesto de pie y ahora extendía una mano delgada y blanca. Se acercó
Johnyboy y estrechó la cuidada mano, apretándola quizás un poco
más de la cuenta. El joven abogado percibió de nuevo otra vez aquel
estremecimiento que ya había sentido el día anterior.
–
Siéntese.
Johnyboy,
antes de sentarse, sacó el libro que llevaba en el pantalón trasero
y lo dejó en la mesa. Los ojos de Frank se posaron sobre la
cubierta, y Johnyboy se dio cuenta de que la nuez de este subía y
bajaba en una rápida oscilación y que un cierto rubor se había
dibujado en el rostro del letrado.
–
Vengo a devolverle esto a tu padre. Me lo prestó ayer.
–
Sí,lo recuerdo– tembló la voz de Frank–, aunque no sabía yo
exactamente qué libro le había dejado.
–
Pues este es– intervino de nuevo Johnyboy, volviendo a cogerlo
entre sus manos.
–
Y ¿qué tal? ¿Le ha gustado?
–
Mucho– respondió Johnyboy–, no me lo esperaba así. No sé si tú
lo has leído...
El
rostro del abogado volvió a encenderse.
–
Bueno... yo... en fin... y esto debe quedar entre nosotros, sí... lo
he leído, cuando era un muchacho...
–
¿Por qué tiene que quedar entre nosotros?– preguntó curioso
Johnyboy– ¿Qué malo hay en leer?
–
Bueno... verá... estos libros... en fin... mi padre... estos libros
no los tiene muy a la vista, no sé si se fijó usted de dónde lo
sacó...
–
Sí –respondió Johnyboy– de ahí, de la balda que más pegada
está al suelo.
–
Un sitio incómodo y poco accesible a la vista ¿verdad?– comentó
el joven abogado.
En
el rosto de Johnyboy se dibujó una sonrisa, aquella sonrisa hizo que
algo en el pecho del letrado empezara a revolotear.
–
Seguro que tú sabes de otro libro, del mismo estilo que este, que me
pudiera gustar.
–
Bueno... no sé yo... si es una buena idea... quizás a mi padre no
le agrade... no sé yo...
–
No tiene por qué enterarse. Puede quedar entre tú y yo– contestó
Johnyboy con aquella sonrisa que se esbozaba en su agraciado rostro–.
Hay cosas que los hijos no deben contar a los padres...
–
De acuerdo –dijo Frank– levantándose de su silla y dirigiéndose
a la librería. Johnyboy se levantó también y lo siguió.
El
joven abogado, a diferencia de su padre, no se acuclilló, sino que
echó medio cuerpo hacia delante, mientras empezaba a remover algunos
libros. Johnyboy aprovechó aquella postura para ponerse muy cerca
del tipo, tan cerca que ya su cadera rozaba la tela que cubría el
culo del joven abogado, quien no fue ajeno a la ligera presión que
detrás de sí se estaba produciendo. Sus dedos empezaron a temblar
un poco.
–
Tal vez este– dijo intentándose incorporar, cosa que no pudo hacer
pues el torso de Johnyboy,que se apoyaba sobre su espalda y el rostro
que descansaba en su hombro, se lo impedía.
–
¿Ese? ¿de qué va? –preguntó Johnyboy, sus ojos detenidos en el
título: Ovejas negras.
–
Pues trata– empezó a decir Frank con la voz cada vez más
temblorosa– trata de un joven de buena familia... un chico que...
bueno... él nunca ha tenido tratos con... vaqueros... y de regreso a
la casa familiar... un verano... conoce a un nuevo empleado que acaba
de llegar al rancho... un tipo misterioso, con una marca de
nacimiento en... en...
Pero
no podía continuar, tanta era la excitación que sentía teniendo
aquel rostro tan cerca del suyo, aquel cuerpo tan pegado del suyo, y
aquella mano, la mano de Johnyboy, que le recorría la raja del culo.
–
¿Aquí?– oyó la voz del vaquero.
Fue
oír aquella palabra y desencadenarse todo. Las manos del joven
jinete se habían aferrado a su cadera, y ahora tiraban hacia sí, lo
que provocó que él quedara aún más inclinado sobre la librería.
Con una rapidez que el joven abogado jamás hubiera sospechado, vio
cómo sus pantalones y sus sedosos calzones blancos caían al suelo y
cómo una mano, algo rasposa pero muy diligente, empezaba a menearle
su blanca y ya empinada polla, mientras otra mano le recorría la
raja del culo y con dedos igual de rápidos empezaba a separar una
carne sonrosada y ardiente.
Los
ojos del joven vaquero no fueron ajenos a unas marcas que cruzaban
aquella blanca piel, marcas como huellas de un carro que atravesara
la nieve. Pero ahora era otro su deseo, y sus dedos curiosos se
afanaban en conseguirlo.
–
Vaya, parece que esto está bien entrenado– susurró Johnyboy en el
oído del joven abogado, haciendo que este volviera a sentir una ola
de calor.
Siguió
Johnyboy meneando la polla blanca, y trabajando aquel tierno agujero,
cuando con el mismo ímpetu se desabrochó la bragueta y extrajo su
dispuesto miembro, en cuyo cipote brillaba ya una ligera y pegajosa
perla. Sabiendo lo que se le venía encima, el joven abogado colocó
un pie en una de las baldas de la librería, a fin de recibir lo que
ya había intuido la noche anterior que encerraban aquellos
pantalones. No, no se había equivocado, las proporciones de aquel
tranco a duras penas lograban encajarse en sus blancas y dispuestas
carnes. A eso se puso Johnyboy mientras con una mano seguía meneando
el nabo de Frank, a quien la vida parecía írsele, cuando sentía
sobre su nuca los suaves bocados que el joven vaquero le daba, casi
coincidiendo con cada embestida, embestida que cada vez eran más
frenéticas, embestidas que cesaron con una sucesión de temblores,
que le quemó las entrañas a la vez que le vaciaba entero,
salpicando los lomos de los libros, la madera de la librería y la
mano del vaquero que apretaba ahora con turbadora presión sus
limpios y colgones huevos.
Cayó
rendido sobre los libros el joven abogado y sobre él el jinete que
lo había montado, a quien aún algún temblor levemente agitaba.
Johnyboy mordía con los labios la oreja de aquel tipo a quien en
menos de veinticuatro hora habían cabalgado dos de los vaqueros
más buscados de la zona. Las manos rudas de Johnyboy seguían
recorriendo el torso del joven abogado, deteniéndose suavemente en
su agitado vientre, trazando pequeños círculos mientras le
susurraba tiernas palabras en su oído. Frank intentaba girarse
buscando los labios del vaquero, hasta que por fin pudo besarlos, al
tiempo que aspiraba todo el olor acre que de este se desprendía. Se
separó el vaquero no sin antes echar un vistazo a la grupa del
caballo, sobre la piel blanca veteada de líneas rojizas aún
quedaban restos de la reciente cabalgada; tomó papel secante que
había en la mesa y limpió suavemente aquellas muestras de deseo aún
calientes. Frank se dejaba hacer, pensando que nunca antes lo habían
follado tan salvaje y tan tiernamente a la vez. Johnyboy se cerró la
bragueta y se apoyó en la mesa, contemplando cómo el abogado se
recomponía las ropas. Estaba este subiéndose los calzones cuando
Johnyboy reparó en la delicada tela de que estaban hechos.
–
Me gustaría llevármelos... como recuerdo– añadió.
El
joven abogado se sorprendió de la petición a la vez que le alegró,
pues pensó que aquel gesto confirmaba lo que durante tanto tiempo
había estado esperando: un vaquero que escondía un alma sensible,
un buen lector y un tipo sentimental, que seguramente le daría buen
uso a su prenda.
Frank
Bradbury se sacó los calzones y se los alargó a Johnyboy quien en
agradecimiento, antes de guardárselos en el bolsillo de su pantalón
trasero, los olió.
–
Gracias.
Y
tomando el libro que estaba en el suelo, salió el joven vaquero del
despacho. Los ojos de Frank no podían dejar de mirar el ceñido
pantalón de Johnyboy, de uno de cuyos bolsillos asomaba un trozo de
blanca tela.
(continuará)
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