Capítulo
12
Las
duras condiciones del capataz
La
ira golpeaba el pecho de Eddie Forrester, quien espoleaba duramente a
su caballo, camino a Goodland. Había logrado escapar por muy poco de
una muerte segura, en realidad había logrado escapar por la piedad
que había mostrado su excamarada Albert Anderssen, y aquel gesto de
compasión última, en lugar de despertar en él agradecimiento,
había encendido aún más la rabia y el resentimiento que escondía
en lo más profundo de su corazón.
A
pesar de que era ya noche cerrada, algunos garitos de la ciudad aún
estaban abiertos. No tenía ni ganas ni sueño, solo el deseo de
venganza, un deseo negro como un alacrán que le mordía las
entrañas. Detuvo su caballo en el único bar que aún quedaba
abierto y entró sin saber muy bien qué buscaba allí.
El
local estaba atestado de tipos que bebían, reían y gritaban. Eddie
encontró un lugar apartado en la barra y pidió una botella de
whisky a la joven rubia y escotada que le sonreía detrás del
mostrador. El primer vaso cayó rápido, y el segundo; ya el tercero
reposó un poco de más tiempo entre los rudos dedos del forastero.
Junto
a Eddie había un tipo, un tipo muy corpulento, con unos anchos
antebrazos cubiertos de oscuros vellos, que no le había quitado ojo
desde que este entró; la mirada vacuna del tipo recorría la camisa
de Eddie, que se le pegaba a su fornido torso, debido al sudor de la
cabalgada.
–
Pareces sediento, muchacho– se dirigió el tipo corpulento a Eddie.
Eddie
le lanzó una mirada rápida. Aquel tipo, que le sacaba un par de
palmos, parecía un oso, uno de esos osos grandes y peludos de las
montañas. Llevaba una camisa a cuadros, abierta hasta medio torso,
torso del que salían oscuros y rizados pelos.
–
He cabalgado mucho– se limitó a responder Eddie.
–
¿Qué te trae por aquí?– se animó a preguntar el tipo, a quien
la visión del torso del forastero le resultaba muy excitante.
–
Trabajo– contestó Eddie.
–
Me figuro que eres vaquero, y por tu aspecto, yo diría que un buen
vaquero.
Eddie
asintió mientras se llevaba el vaso a los labios.
–
Pues estás de suerte. Yo te puedo ofrecer uno– añadió el tipo.
Eddie
le lanzó una mirada, ya se imaginaba él qué clase de trabajo le
podía ofrecer.
–
Mi nombre es Oliver Collegy, pero todos me dicen Bigbear– se
presentó extendiendo su mano hacia Eddie–. Soy capataz de Sean
Brighton. No sé si te suena.
Al
oír aquel nombre, Eddie sintió que a lo mejor aquel sujeto llevaba
razón, a lo mejor empezaba a estar de suerte.
–
Sí, algo he oído. De hecho, mañana pensaba acercarme hasta su
rancho para solicitar un puesto.
Bigbear
sonrió ufano, su mirada vacuna fija en el rostro barbado de aquel
vaquero que ahora parecía mostrar más interés.
–
No tienes que esperar a mañana, muchacho.
De
un solo trago Bigbear apuró su vaso de whisky.
Eddie
cogió su botella y volvió a rellenar aquel vaso que acababa de
vaciarse.
–
Pues sí, ¿para qué esperar a mañana?
Estuvieron
bebiendo un buen rato, hasta que se terminaron la botella que Eddie
había pedido y otra que pidió luego el tipo. Eddie le estuvo
contando los lugares en los que había trabajado. Bigbear asentía y
no dejaba de recorrer con su vista vacuna el fornido cuerpo de aquel
forastero del que, ya lo sabía, esperaba mucho. No en vano, Sean
Brighton necesitaba tipos como aquel, tipos poseídos por una rabia y
una ira que, bien encauzadas, podían dar mucho juego.
Cuando
terminaron la segunda botella, decidieron salir del local. Iba a
pagar Eddie pero Bigbear con una sonrisa presuntuosa se lo impidió:
–
Aquí tengo barra libre, es uno de los garitos del patrón.
Eddie
volvió a pensar que había tenido bastante suerte en haber entrado
en aquel local y haberse encontrado con aquel tipo. Era consciente
también de lo que posiblemente tendría que hacer,pero cualquier
sacrificio merecía la pena si con eso lograba calmar aquel alacrán
que seguía palpitando dentro de su pecho.
–
¿Dónde paras?– le preguntó Bigbear a Eddie.
Era la segunda vez en aquella noche que le hacían esa pregunta.
–
Acabo de llegar, había pensado acercarme a la rivera del río, llevo
varios noches durmiendo al raso, ¿qué más da otra?
–
¿Qué dices?– le interrumpió Bigbear–. Un vaquero de Sean
Brighton no duerme al raso, a no ser que esté trabajando. Mira,
muchacho, esta noche es tu noche de suerte. Yo pensaba acercarme al
rancho,pero ya es tarde, así que me quedaré aquí al lado. Brighton
es el dueño del mejor hotel de la ciudad, y allí tengo siempre
preparada una habitación. Es amplia y confortable. Seguramente
estarás deseando descansar en una mullida cama después de lo que me
has contado.
–
Desde luego que, como usted dice, hoy es mi noche de suerte.
Montaron
en sus respectivos caballos y después de un corto paseo llegaron a
las puertas de un gran y lujoso hotel. Se sorprendió Eddie al ver
aquel edificio, completamente iluminado, y pensó que mucha pasta
tenía que tener el tal Brighton si aquel hotel era suyo.
Descabalgaron y un chico negro se llevó sus monturas. Entraron en el
hotel. Bigbear se acercó a la recepción.
–
Buenas noches, Peter– saludó.
–
Buenas noches, señor Collegy– le contestó este mientras le
alargaba una llave.
Subieron
por unas escaleras y llegaron a la última planta.
–
Aquí, muchacho, solo hay dos habitaciones, la del señor Brighton y
la mía.
Abrió
una de las puertas que había en el pasillo y al encender la luz,
Eddie pudo ver la más lujosa habitación que jamás habían
contemplado sus ojos. Una amplia cama ocupaba el centro del cuarto,
la cama más grande que jamás había visto.
Pasó
dentro y oyó cómo el tipo que le acompañaba cerraba con llave la
puerta; le sorprendió aquel hecho, pues si aquel hotel era de su
patrón y él era la mano derecha de este, ¿a qué tantas
precauciones?
–
¿Qué? ¿te gusta?– oyó que el tipo le preguntaba.
Se
giró Eddie y notó esa mirada vacuna sobre sus ojos negros.
–
Mucho– contestó.
–
Mucho– oyó que repetía el tipo, acercándose más a él.
Eddie
notaba el calor que aquel corpulento cuerpo desprendía, aquel cuerpo
que cada vez estaba más cerca del suyo, aquel cuerpo grande y peludo
que ahora casi lo rozaba.
–
Mucho– volvió a ver que decían aquellos labios gruesos que ahora
se acercaban a sus labios.
Eddie
apartó la cara y levantó la mano cerrada en un tenso puño... Fue
un gesto instintivo, un gesto que le podía haber costado caro pero
que, al contrario de lo que en un principio pensó, al final le
facilitó las cosas, pues aquel gesto de rechazo, el puño apretado,
transformó por completo al tipo quien se había puesto ahora de
rodillas y suplicaba, con voz quejosa, que no le pegara.
Se
sorprendió Eddie de aquello, pues si el tipo quisiera, de un solo
manotazo podría obligarlo a hacer lo que aún no sabía si estaba
dispuesto a hacer. Pero viéndolo así, comprendió lo que aquel
tipo tan grande y aparentemente peligroso estaba pidiendo.
Con
un movimiento rápido de caderas Eddie tiró al tipo hacia atrás,
logrando que este cayera sobre la alfombra que cubría aquella parte
de la lujosa habitación. El tipo se limitaba a gemir y a decir no
no, como una rata asustada. Logró darle la vuelta Eddie, no sin
esfuerzo, y Bigbear quedó tumbado boca abajo. Una mano de Eddie le
agarró la cabeza y aquel gesto le recordó lo que poco tiempo antes
había pasado en la habitación de Albert, excitándolo sobremanera.
Con
la otra mano, pegó un tirón hacia abajo del pantalón del tipo que
ahora se agitaba debajo de él, sin oponer, la verdad sea dicha,
demasiada resistencia. Un culo peludo y grueso asomó de entre la
tela del pantalón; nada tenía que ver aquel culo con las cachas
blancas y firmes de Albert, pero Eddie no tenía tiempo para
contemplaciones, aquello es lo que había y él estaba dispuesto, no
había otra, a darle lo que estaba pidiendo. Bigbear seguía
balbuceando y gimiendo con pequeños grititos. Eddie se sacó su
polla, que al recuerdo de lo que había pasado aquella misma noche,
mostraba una dureza y una disposición extraordinarias. Escupió en
su mano, y un par de dedos se perdieron en la blanda y peluda carne
de aquel tipo que seguía gimiendo. No esperó mucho más Eddie para
clavar su miembro sediento en aquel culo que ahora se había
levantado, a fin de facilitar la tarea que tanto le estaba excitando.
Cerró los ojos Eddie, en su mente las límpidas nalgas de Albert, su
cuerpo delgado y blanco, su polla que tan bien respondía a sus
deseos. Seguía Bigbear gimoteando, mientras notaba cómo aquel
forastero le perforaba el culo con una furia que nunca antes él
había encontrado, furia que lo llevaba a un estado que ya empezaba a
sentir en lo más profundo de sus entrañas. Eddie seguía cabalgando
aquella montura inmensa, tan distinta a la ligera montura de Albert,
aunque también más entregada, pues podía notar cómo el culo de
aquel oso peludo le aprisionaba con inusitada fuerza su miembro a
punto ya de estallar. Sentía Bigbear cada acometida del fogoso
forastero y se mordía los labios pensando que seguía teniendo muy
buen ojo para escoger, cuando ya una explosión caliente y densa vino
a sacarle de aquellos pensamientos obligándole a abandonarse por
completo a esas convulsiones que ahora sacudían su enorme cuerpo.
Eddie, que ya quería terminar con aquel trámite, soltó un aullido
cuando notó que ya se venía entero, pensando que ni el semen de
diez corridas suyas podía rellenar todo aquel agujero que se
contraía y dilataba en rápidos espamos.
Quedaron
los dos tipos exhaustos, Eddie sobre la ancha espalda de Bigbear, de
cuya boca entreabierta un hilito de saliva mojaba la mullida
alfombra.
(continuará)
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