Capítulo
14
Menta
y chocolate
Amanecía
en el rancho de Albert Anderssen otro día más de aquel verano,
cuando el joven Tommy empezó a sentir aquella húmeda caricia con la
que solía recibir el día. Su cuerpo de azabache se agitó entre las
revueltas sábanas blancas sobre las que había dormido; aún
permanecía con los ojos cerrados, no le hacía falta abrirlos para
saber que el viejo y solícito Heinz era quien se encargaba, con su
boca desdentada, de ir despabilando la bicha que ya empezaba a
levantar su cabeza de entre sus recios y negros muslos. Era esta una
costumbre con la que Heinz le obsequiaba cada mañana, una dulce
manera de empezar la jornada. Allí estaba el viejo criado, encorvado
sobre aquella gruesa y negra polla que, debido a su juventud,
respondía pronta a la suave boca del anciano. Un par de lametones
más y alguna caricia en los duros huevos del muchacho bastarían
para que este, alzando las caderas, acabara de vaciarse en la boca de
Heinz, para quien aquel hábito formaba parte de una sana y estricta
dieta. Se contrajo el musculado cuerpo del joven negro en espasmos
rápidos y frenéticos y empezó a derramar su joven leche en el
cuenco que hacía la boca del viejo, quien después de tragarse aquel
jugo tan vigorizador, se incorporó, volvió a ponerse la dentadura
postiza que había dejado a un lado y con voz severa apremió al
muchacho.
–
Vamos, no te hagas el remolón, tenemos una dura jornada por delante.
Y
diciendo esto salió de la habitación.
Tommy
estiraba su flexible cuerpo por las sábanas desordenadas de su cama;
abrió al fin los ojos y lo primero que vio fue su lubricada polla
descansando sobre su terso vientre. Se llevó una mano allí donde
aún una gota de crema pendía, y con un dedo la extendió sobre su
capullo. De un salto salió de la cama, se aseó, se vistió y se
dirigió a la cocina, donde se encontró a su jefe, el exteniente
Albert Anderssen. Verlo y darse cuenta de que no había pasado una
buena noche fue todo uno.
–
¿No ha descansado, jefe?– preguntó el joven negro.
–
Pues, no, Tommy, demasiado calor supongo.
–
Pues yo he dormido como un tronco. Estaba agotado– contestó el
joven con una sonrisa en los labios.
–
Es normal que duermas tan bien– repuso Albert.
–
¿Y su amigo? ¿Aún duerme?– preguntó el joven.
Una
sombra cruzó los ojos del exteniente.
–
Ha tenido que marcharse muy temprano– mintió–. Tenía asuntos
pendientes que resolver.
El
viejo Heinz apareció en la cocina.
–
¿Asuntos pendientes?– preguntó al oír aquello, los ojos fijos en
los de Albert–. Me quedé muy sorprendido al verlo anoche. No sé
por qué ha vuelto. Nada se le ha perdido aquí.
Y
es que el viejo Heinz era el único que conocía los verdaderos
motivos por lo que, unos años antes, Eddie Forrester abandonó, de
la noche a la mañana, aquel rancho en el que pasaba unos días de
verano, con su compañero de academia militar y mejor amigo, el joven
Albert, quien no pudo saber nunca el motivo de su repentina marcha,
ni siquiera cuando se volvieron a encontrar al curso siguiente en la
academia, adonde había acudido Eddie para recoger sus cosas, pues la
dejaba. Cuando Albert quiso saber por qué se había marchado de su
casa aquel día de primeros de julio y por qué iba a dejar la
academia, Eddie no contestó, se limitó a pedirle que, por última
vez hicieran aquello que tantos buenos ratos les había hecho pasar
juntos, aquel pajearse mutuo con el que solían terminar las jornadas
estivales. Fue entonces, en aquel último pajeo, cuando Albert vio
aquella marca, como un bocado, en el interior del recio muslo de su
compañero, marca que nunca antes le había visto. No podía dejar de
mirar la marca mientras lo pajeaba por última vez. Cuando por fin se
corrieron, Albert le preguntó cómo se la había hecho, pero de
nuevo el silencio y el mutismo en el rostro de Eddie, quien como
única respuesta, inclinándose sobre el pecho desnudo del amigo,
lamió las gotas de semen que aún temblaban sobre aquella piel tan
blanca. Se quedó sorprendido Albert de aquel gesto, el último gesto
de su amigo Eddie Forrester, de quien hasta aquella aciaga noche no
había vuelto a saber nada.
Y
si los padres de Albert y el viejo Heinz nada le habían contado
sería por algo.
Después
de dar buena cuenta del desayuno marcharon los tres hombres al campo.
Habían estado cuatro días fuera, cuatro días sin ocuparse de las
tierras ni del ganado, un tiempo precioso que un rancho no se podía
permitir.
Estuvieron
toda la mañana trabajando bajo un sol abrasador. El joven Tommy era
el más diligente; se admiraba Albert de la fuerza y resistencia del
muchacho, y de aquel cuerpo bañado en sudor que brillaba como un
diamante oscuro. Estaban en una de las tareas cuando la visión de
una carreta y del polvo que esta levantaba hizo que pararan. A los
pocos minutos tenían ante ellos el sonriente rostro del joven Li, el
chico de confianza de la señora Glenda, aquel que tan bien había
tratado la noche anterior al joven Tommy, quien al verlo se alegró
mucho.
–
Buenas tardes, señor Anderssen– saludó el joven.
–
Buenas tardes, Li, ¿qué te trae por aquí?
–
La señora Glenda me envía para hacerle entrega de algunas viandas
que ha preparado.
–
Oh, esta Glenda siempre tan atenta. Pues muchas gracias. Si no te
importa, ¿puedes dejarlo en la casa? Tommy te acompañará.
El
corazón del joven negro pegó un salto, esperaba que su jefe le
hiciera el encargo al viejo Heinz, no a él. De un ágil salto, se
subió en el pescante de la carreta, al lado del joven Li, no fuera a
ser que se arrepintiera su jefe.
Marcharon
los dos jóvenes rumbo a la casa. Por el camino charlaron y
bromearon, aunque los dos tenían una sola cosa en la cabeza ninguno
dijo nada. Llegaron a la casa y descargaron la carreta. La señora
Glenda había sido muy generosa. Tendrían comida para una buena
temporada.
–
Trae– dijo Tommy a Li cogiendo la caja llena de verduras que este
intentaba llevar y que debido a su peso tanto trabajo le costaba.
Li
le pasó la caja y comprobó cómo se marcaban los músculos en los
recios brazos del muchacho, los mismos brazos que tan vigorosamente
lo habían abrazado la noche anterior. Iba Li detrás de Tommy, quien
al soltar la caja en la despensa, prorrumpió en una sonora
carcajada. Se sorprendió su acompañante, pues no sabía el motivo
de tanta risa. Vio que Tommy se agachaba y cogía algo de la caja.
Cuando este se giró, al fin pudo Li participar de la risa. El joven
negro sostenía entre sus manos, a la altura de sus muslos un verde
pepino de un tamaño considerable. Las risas de los jóvenes se
confundieron en una sola.
–
Me apostaría contigo cualquier cosa a que tú la tienes más grande–
dijo Li.
Tommy
levantó la verdura y le echó un vistazo. Sus recias manos la
agarraban bien.
–
No sé yo qué decirte.
–
Pues si tú no lo sabes ¿quién lo va a saber?
Rió
el joven negro la ocurrencia de su acompañante.
–
Venga, salgamos de duda– continuó este mientras se acercaba a
Tommy y le bajaba los pantalones.
El
oscuro vergajo del joven se bamboleó al verse liberado de la tela, y
empezó a crecer con las rápidas chupadas que le propinaban los
finos labios del joven oriental, quien se ayudaba de sus diestras
manos para lograr el reto que se había propuesto. Miraba divertido
Tommy las maniobras de aquel muchacho tan solícito, mientras seguía
sosteniendo en su mano la alargada verdura. A Li no le hizo falta
dedicar mucho esfuerzo para que aquella polla adquiera el máximo de
altura, grosor y consistencia, la misma polla cuyo capullo relucía
ahora como la lámpara de un quinqué. Colocó Tommy la verdura
junto a su miembro, menta y chocolate, deliciosa combinación, y no
sabrían decir ninguno de los dos cuál era más grande, cuál más
gruesa, tan reñida estaba la cosa.
–
Espera– dijo el joven oriental, que no paraba de maquinar ideas.
Tommy
miró divertido cómo este se bajaba los pantalones, le llamó la
atención lo que colgaba de entre las piernas del amigo, aquel
pequeño pájaro que también mostraba su pequeña alegría. Li se
tumbó sobre la amplia mesa de la cocina y levantó las piernas, como
había hecho la noche anterior en la sauna. Pudo ver Tommy aquellas
nalgas doradas y lampiñas y el agujero rosado que en medio se le
ofrecía, aquel agujero que los dedos finos y húmedos de Li
empezaron a trabajar. Sintió que sus labios y que su polla
engordaban más.
–
Venga, prueba con el pepino.
Se
acercó Tommy a la mesa y empezó a empujar suavemente la verdura
contra el excitado agujero del muchacho, quien no dejaba de sonreír
y de mirar a Tommy, a la vez que una de sus manos pellizcaba una de
sus pequeñas y cobrizas tetillas. Fue Tommy metiendo suavemente la
verdura en aquel horno que poco a poco se iba tragando, aquello le
estaba poniendo a mil, y temía correrse de solo verlo, cuando le
interrumpió la voz jadeante de su compañero.
–
Sácala y mete la tuya.
No
tuvo cuidado en sacar la verdura y en, de un certero golpe de cadera,
meter su negra polla que estaba a punto ya de reventar. Seguía
tumbado Li en la mesa de la cocina, las piernas muy abiertas, una
mano sobando aún una de sus tetillas, la otra agitando su pequeña
polla, cuando sintió la embestida que tanto estaba deseando. Tommy
apretaba sus recias cachas, mientras que sus manos amasaban el torso
delgado del muchacho que gemía bajo sus envites. Un latigazo le
recorrió la espalda cuando sintió que un torrente de fuego líquido
salía disparado por su polla, torrente que mojó las entrañas del
joven oriental quien de placer se retorcía contra la dura madera de
la mesa.
Cayó
exhausto el joven negro, su fornido cuerpo sobre el delicado cuerpo
de Li, mientras sus labios gruesos buscaban los finos labios de su
joven amigo, quien con voz aún agitada le dijo:
–
Has ganado tú, has ganado tú.
Siguieron
un tiempo así recostados y jadeantes, prodigándose amorosas
caricias, hasta que decidieron que ya era hora de regresar cada uno a
su tarea. Mientras se componían las ropas, Li empezó a hablar.
–
¿Sabes que anoche, una vez que te marchaste, un tipo me preguntó
por ti?
–
¿Un tipo?– preguntó intentando que su voz no pareciera ansiosa.
–
Sí, un tipo alto, de buenas hechuras. Creo que es uno de los hombres
de Brighton.
El
corazón de Tommy seguía latiendo como la locomotora de un tren.
(continuará)
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