Capítulo
10
La
marca del papel
El
olor a dinero siempre despertaba en Johnyboy una mezcla de agitación
y nerviosismo; pues aunque no era un tipo que necesitara mucho para
vivir, sabía que sin dinero, no eres nadie en la sociedad. Mientras
él estaba en estos pensamientos el banquero le comentaba algunos
aspectos de la oficina, un local bastante grande, forrado casi en su
totalidad por unas nobles planchas de madera oscura. Un largo
mostrador ocupaba uno de los frentes, un cristal duro en el que se
podían ver algunas ventanillas, lo cubría hasta el techo; detrás
del mostrador había una puerta hacia la que se encaminaron los dos
hombres. Sacó una llave, abrió la puerta y al traspasarla, Mr.
Bradbury encendió una lámpara que había en la pared: era el
despacho del director, también forrado con las mismas planchas de
madera oscura y noble, una amplia librería ocupaba todo un lado, los
lomos de los libros brillaban a la suave luz de la lámpara. Mr.
Bradbury invitó al joven a pasar. Se sentía un poco cohibido
Johnyboy entre tanto libro y tanta madera. Quizás fue por ello por
lo que el banquero apoyó una de sus manos en el hombro del muchacho.
–
No estás acostumbrado a esto ¿no?
–
En el rancho no son muy útiles los libros, señor– repuso el
joven. Lo que provocó una ligera risa en el banquero.
–
No solo son libros, muchacho.
Y
diciendo esto se acercó a unos tomos gruesos de color azul que
estaban a media altura; metió la mano entre ellos y, como por arte
de magia, aquellos libros se convirtieron en una especie de
trampilla.
–
Ven– invitó el banquero a Johnyboy.
El
muchacho se acercó, temiendo que los botes que en su pecho su
corazón daba le delataran.
Una
caja fuerte es lo que se escondía detrás de esos libros, una caja
que era ahora golpeada por los nudillos del banquero.
–
El más puro acero, muchacho– comentó este.
Johnyboy,
llevado por un impulso, acercó su mano al frío metal.
–
Te aseguro que aquí tu dinero estará a salvo– añadió Mr.
Bradbury.
Aquellas
palabras hicieron que el jinete recobrara el sentido de su estancia
en aquel despacho.
–
No sé yo, señor, si una caja de acero es más segura que el valor
de un hombre – repuso
clavando sus ojos verdosos en los ojos algo grises del banquero,
quien respondió a aquel comentario con otra risa.
–
Ay, la presunción y el descaro de la juventud– comentó llevando
otra vez su mano al hombro del vaquero.
Cerró
Mr. Bradbury la falsa puerta de libros y acercándose hacia unas
botellas que había en una de las baldas de la librería, sirvió dos
vasos de whisky, uno de los cuales alargó al joven jinete.
–
Por los negocios, muchacho– brindó el banquero.
–
Por los negocios, señor– repitió el joven.
Chocaron
los vasos y los apuraron de un solo trago. Mr. Bradbury,
complaciente, volvió a llenarlos.
–
¿Ha leído usted todos estos libros?– preguntó entonces
Johnyboy, buscando la manera de seguir ganándose la confianza de
aquel tipo, algo que necesitaba para llevar a cabo sus planes.
De
nuevo la risa en la boca del banquero.
–
No todos, muchacho, no todos, pero sí bastantes– contestó este.
Johnyboy
levantó las cejas, en un gesto entre la sorpresa y la incredulidad,
mientras se llevaba el vaso a los labios y volvía a beber.
–
Y si me tuviera que recomendar uno ¿cuál sería?
Aquella
pregunta no sorprendió totalmente al banquero pues a pesar de que
sabía que aquel muchacho era uno de los muchos vaqueros que apenas
sabían de otra cosa que no fuera la vida del rancho, había en él
una apostura que le hizo sospechar que no era el típico vaquero
lerdo y medio analfabeto.
–
¿Te gusta leer?– preguntó el banquero.
–
Bueno, durante los años que asistí a la escuela era lo que más me
gustaba. Lo que pasa es que, como ya le he dicho, en los ranchos los
libros no son muy útiles, pero como aún me quedan algunos días en
esta ciudad, quizás no sea una mala idea empezar alguno, si usted no
tiene inconveniente en prestármelo, claro.
Aquel
comentario le agradó mucho a Mr. Bradbury, siempre dispuesto a hacer
una buena obra.
–
¿Qué tipo de libros te gustan?– preguntó al muchacho.
–
Pues no sé, libros que hablen de cosas que yo entienda ¿sabe?
Libros que cuenten aventuras de jinetes, o de soldados... ese tipo de
historias.
Quedó
un momento pensativo el banquero, un nuevo sorbo a su vaso de whisky,
quizás algo decepcionado, pues en su interior había brillado
ligeramente la esperanza de que aquel muchacho de mirada despierta e
inteligente, tuviera unos gustos un poco más refinados. Pero tampoco
se podía pedir más, pensó al momento. Además siempre había un
comienzo.
–
De eso tengo algunos– contestó Mr. Bradbury, quien en su juventud
solía, de vez en cuando, distraerse con aquellas historias ligeras
sobre venganza y duelos entre rudos hombres–. Déjame que busque.
Se
desplazó unos pasos el banquero hacia un extremo de la librería,
Johnyboy lo siguió solícito mientras apuraba el vaso de whisky. Al
llegar al extremo de la librería, el banquero se agachó y empezó a
buscar por la primera balda, la que más pegada estaba al suelo.
Johnyboy se puso a su lado, aunque no se agachó. Después de buscar,
la mano del banquero mostró la cubierta de un libro en el que
aparecían dos vaqueros, uno más joven que el otro, en una actitud
de franca camaradería. Sin girarse aún se lo alargó al muchacho,
que pudo leer el título: Hombres marcados, así rezaban las gruesas
letras rojas escritas encima de la imagen de los dos forasteros.
–
¿De qué va?– preguntó Johnyboy.
Y
entonces es cuando el banquero se giró, quizás fuera por el alcohol
que había bebido o quizás por el rápido movimiento que hizo en el
giro, el caso es que al girarse y quedar a la altura de sus ojos la
abultada entrepierna del muchacho, sintió el calor que aquel bulto
desprendía, un calor que ahora también él empezaba a sentir
dentro. Intentando no pensar en eso, se dispuso a contestar la
pregunta que Johnyboy le había hecho.
–
Pues..., a ver... trata de tres forajidos que...– empezó a
balbucear Mr. Bardbury, intentando hacer memoria y, lo que más
difícil le resultaba, intentando evitar mirar aquel bulto que seguía
desprendiendo aquel calor tan excitante a tan pocos centímetros de
su cara. Pero le resultaba imposible–. Son tres tipos, uno de
ellos, el más joven, es el jefe... un tipo que...
Ya
se había dado cuenta Johnyboy del estado en que encontraba aquel
hombre, el estado que justamente él estaba necesitando para ir
ganándose su confianza, así que, como quien no quiere la cosa,
acercó un poco más su cadera al rostro del banquero, quien,
sintiendo aún más cerca aquel calor, no pudo resistir más y empezó
a frotar su boca contra la ceñida tela del pantalón del joven.
Johnyboy,
que ya se figuraba que aquello iba a pasar, dio un paso hacia atrás,
hacia donde estaba un pico de la mesa, a fin de que la operación que
acababa de comenzar le resultara menos incómoda. Mr. Bradbury, al
sentir que la tela se le alejaba, inclinó el cuerpo hacia delante,
con lo que logró que en aquel breve trayecto su boca no se
despegara de la entrepierna del muchacho, que acabó apoyado contra
el pico de la mesa, sujetándose con la mano que tenía libre al
borde de la madera.
Seguía
Mr. Bardbury sobando con su boca aquel bulto que cada vez se hinchaba
más, cuando con manos temblorosas empezó a desabrochar el ceñido
pantalón del joven. Un delicioso olor le llegó a la nariz, un olor
que casi le nubla la vista, vista que recuperó completamente
cuando, echando hacia abajo los calzones abultados del muchacho,
emergió ante sus ojos una nabo largo y de un suave color dorado como
una caña de la rivera, coronado por un capullo de un ligero color
rojo. Empezó entonces Mr. Bradbury a besar con pequeños besos
aquella polla que parecía saludarle con sus meneos, mientras que sus
temblorosos dedos estrujaban delicadamente los huevos cubiertos de
unos finísimos vellos dorados que colgaban entre las piernas recias
del muchacho. Johnyboy estaba asombrado de la pericia del tipo aquel,
y suponía que tal destreza se debía a la edad y a la experiencia
que a lo largo de los años había ido acumulando, estaba en estos
pensamientos cuando sintió un pequeño espasmo allí donde más se
aplicaba el baquero, quien, la boca completamente abierta, succionaba
con bastante rapidez la prodigiosa polla del muchacho. Temió
Johnyboy que Mr. Bradbury se hiciera daño, tal eran las acometidas
que el hombre daba con su boca al lustroso nabo del joven, pero se
veía que el cuarentón tenía buen manejo en esos menesteres, ya que
mientras libaba con tanto entusiasmo el miembro ya bermejo del joven,
no dejaba de masajear aquellos huevos que adquirieron en un momento
una dureza pareja a la de la polla, justo antes de que esta empezara
a vaciarse dentro de la boca del banquero, quien no parecía querer
despegarse de tan sabrosa fruta. Fue tal la sacudida que sintió
Johnyboy que el libro se le cayó de la mano y un grito como un
aullido se escapó de sus labios. Cuando al fin se recuperó y miró
hacia abajo pudo contemplar cómo la lengua de aquel hombre tan
respetable y respetado se aplicaba aún en no desperdiciar ni el más
mínimo nácar.
Iba
a darle las gracias el jinete cuando una voz en la puerta de la
sucursal hizo que ambos hombres se miraran y en sus ojos descubrieran
un temor que venía a concluir lo que el banquero no hubiera querido
que terminara.
(continuará)
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