Capítulo
11
Cuando
el gatillo se atasca
–
¿Hay alguien aquí?– preguntó una varonil voz procedente de la
oficina.
Al
oírla, Johnyboy, rápido como era, se subió los pantalones, a pesar
de que aún su miembro no había vuelto a su estado natural, mientras
que Mr. Bradbury, más viejo y más turbado por lo que acababa de
sentir, renqueaba un poco, sin lograr ponerse de pie ni tampoco
hablar. Se dio cuenta de ello Johnyboy y con gesto decidido agarró
por los brazos al tipo logrando que este al fin se pusiera en pie,
justo en el momento en que hacía aparición un tipo elegantemente
vestido, que no era otro que el joven abogado a quien Red hacía
escasamente unos minutos acababa de cepillarse.
–
¡Franky, hijo! ¿Qué maneras son estas de presentarse?– exclamó
Mr. Bradbury intentando disimular no solo la sorpresa sino también
su agitación interior.
–
Al pasar por delante de la oficina he visto luz y he pensado que
estarías aquí– contestó el joven echando un ligero vistazo a
Johnyboy.
–
Sí, aquí estoy con el sr. Freeman, intentando convencerle de que su
dinero está seguro en nuestro banco.
El
joven fijó más serenamente la vista en el vaquero, era el mismo
vaquero con quien cruzó su mirada hacía un par de horas en el bar,
el mismo cuyo agraciado rostro adornado con un fino bigote le había
llamado entonces la atención y cuyo ceñido pantalón y, sobre
todo, lo abultado de su entrepierna, se la llamaba ahora. Conocía el
joven Frank Bradbury el gusto de aquellos jinetes por las prendas
excesivamente ceñidas y la constante exhibición que de su virilidad
aquello representaba, pero nunca antes de aquel momento se había
encontrado con uno que hiciera tanta ostentación de ello. Desde
pequeño había sentido él una irresistible atracción por aquel
tipo de chicos, cuyo trato le estaba vedado por su propia familia,
preocupada por darle una educación refinada. Quizás para no pensar
más en eso o por pura cortesía, se acercó adonde estaba el joven,
extendiendo una blanca y cuidada mano, una mano acostumbrada al papel
y no al hierro.
Tampoco
se le había escapado a Johnyboy la mirada del joven, ni el curioso
bamboleo que bajo los holgados pantalones del abogado se producía
mientras este se acercaba a estrecharle la mano.
–
Frank Bradbury, representante legal del Banco de Dodge City.
–
Jerry Freeman, vaquero en viajes de negocio– replicó Johnyboy al
tiempo que estrechaba la mano del joven, quien no pudo evitar un
estremecimiento de placer al notar la rudeza de aquel saludo.
–
Bueno, pues creo que con lo que ya ha visto usted, señor Freeman,
habrá tenido bastante– intervino Mr. Bradbury.
Johnyboy
se giró y posó sus verdes ojos en los grises y chispeantes ojos del
banquero.
–
Nunca se tiene bastante, Mr. Bradbury, y eso, un hombre de negocios
como usted, debe saberlo.
Rieron
los tres la ocurrencia del muchacho, y permanecieron unos minutos más
hablando. Se disponían a salir cuando Johnyboy recordó algo.
–
Perdone, Mr. Bradbury, creo que olvida usted algo.
Las
cejas del banquero se levantaron en un gesto de interrogación.
–
El libro– volvió a decir Johnyboy–, el libro que usted prometió
prestarme.
–
Ah, sí, claro– cayó al fin el banquero, mientras se giraba y
volvía a entrar en su despacho.
Se
sorprendió mucho el joven abogado de las palabras de aquel vaquero
que ahora esperaba junto a él en la puerta del banco y pensó que
quizás no todos eran tan rudos ni tan ignorantes.
–
¿Le gusta la lectura?– preguntó Frank.
–
Sí– contestó Johnyboy–. ¿Le sorprende?
–
En realidad, un poco– contestó el joven abogado, algo azorado–.
No es normal encontrar un vaquero que disfrute con ese tipo de
placeres.
–
Bueno, no todos los vaqueros somos iguales, ni a todos nos gusta lo
mismo.
El
rostro de Frank pareció encenderse aún más. Johnyboy era
consciente de ello.
–
No tengo mucha oportunidad de leer– prosiguió el joven vaquero–,
ya se puede imaginar usted cómo es la vida en el rancho, pero si se
me presenta la ocasión, no la dejo escapar.
Al
fin llegó Mr. Bradbury, con el libro en la mano, libro que recogió
Johnyboy volviendo a echar un vistazo a la imagen de la cubierta, a
aquellos dos vaqueros en cuyos rostros se podía ver una señal de
franca e íntima camaradería. Solo quedaba despedirse, Mr. Bradbury
y su hijo se irían a su casa, y Jonhyboy regresaría al hotel.
–
Bueno, joven– empezó diciendo el banquero– espero que hayas
quedado satisfecho del servicio que le puede ofrecer nuestra empresa.
–
Sí, señor, muy satisfecho– repuso el joven jinete.
–
Si tienes alguna duda, no dudes en acudir de nuevo a mí, estaré
encantado de poderte atender.
–
Así lo haré.
Se
estrecharon las manos y cada uno puso rumbo a su destino.
Cuando
Johnyboy llegó al hotel se encontró a Red bebiendo solo en una de
las mesas del bar.
–
¿Qué tal, Red? ¿Cómo fue esa partida de cartas?– preguntó a su
compañero mientras se servía un vaso de whisky.
–
No me quejo, jefe– respondió el vaquero de la cara marcada con una
ligera sonrisa en sus labios–. Y a ti, ¿has podido averiguar lo
del banco?
–
Bueno, no todo lo que yo quería pero...
El
rudo vaquero notó que algo le preocupaba a su jefe.
–
¿Ha pasado algo?– preguntó.
–
Bueno, la cosa no ha ido mal, pero ¿sabes cómo se llama ese tipo?
Red
negó con la cabeza al tiempo que apuraba su vaso.
–
Bradbury– dijo Johnyboy.
–
¿Bradbury?– repitió Red a quien aquel apellido poco le podía
decir.
Johnyboy
volvió a beber.
–
Es el mismo apellido del cabrón aquel que me acusó injustamente de
haber robado el banco de Blackstone.
–
Bueno, jefe, puede ser una casualidad ¿no?
–
Mucha casualidad, Red, el mismo apellido, el mismo oficio...
Red
cogió la botella y volvió a llenar los dos vasos que había sobre
la mesa.
El
local bullía de ruido, risas y tipos que estaban dispuestos a quemar
la noche, a desahogar todo aquello que les mordía por dentro y que
en las duras vidas de los ranchos sabían que no podían soltar. Al
ir a beber de su vaso, Johnyboy sintió sobre sus ojos la penetrante
mirada de un tipo que bebía junto a otro en una esquina del bar.
–
¿Conoces a aquellos dos?– le preguntó a Red.
Los
ojos de Red siguieron adonde le señalaba su joven jefe.
–
Han estado jugando un rato a las cartas conmigo; al del pañuelo no
es al que más he desplumado pero seguro que no está muy contento.
–
Seguro– repitió Johnyboy dando un sorbo a su vaso.
Siguieron
hablando un rato de los planes que tenían para el día siguiente.
Cuando terminaron la botella, Johnyboy decidió que ya era hora de
irse a la cama. Red le dijo a su jefe que él se quedaría un tiempo
más.
–
Tengo un asunto pendiente que aclarar– le dijo mientras sus ojos
buscaban al joven de aspecto indio que atendía la barra.
–
No te metas en líos, Red, que aún tenemos algunas cosas que hacer
en esta ciudad– se despidió de él Johnyboy.
–
Descuida, jefe.
Mientras
se alejaba, Red no pudo evitar seguir con la mirada la figura firme y
decidida de aquel joven jinete, y al bajar la vista hacia aquello que
tanto le gustaba de su jefe, vio cómo de uno de los bolsillos del
pantalón,sobresalía un libro. Sonrió para sí, por la recién
descubierta afición de su jefe y dio otro trago a su vaso. Pero no
era el único vaquero en aquel bar que se había fijado en la
resuelta y atractiva figura de Johnyboy.
Antes
de cruzar la puerta que comunicaba el bar con el hotel, Jonhyboy se
encontró con Jacqueline, quien charlaba animadamente con Paul en un
extremo de la barra.
–
¿Qué tal, muchacho?– preguntó la mujer.
–
Jefe...– dijo Paul, a quien el color sonrosado de sus mejillas y el
brillo de sus ojos delataban un achispamiento bastante evidente.
–
Bien, bien– respondió el joven.
–
¿Te ha convencido Mr. Bardbury?– preguntó Jacqueline.
–
Bueno, ya sabes cómo son estos banqueros, venga darle a la lengua–
contestó Johnyboy.
–
En eso Mr. Bradbury es un especialista– replicó la mujer con una
sonrisa en sus rojos labios.
La
figura de un vaquero con un pañuelo al cuello pasó rozando a
Johnyboy.
–
Aunque te advierto de que Mr. Bardbury es un hombre persistente que
no se rinde fácilmente– añadió la mujer–. Lo sabré yo.
–
No lo dudo, no lo dudo.
Paul
miraba arrobado el rostro de la mujer.
–
¿Qué te traes tú con ese tipo?– preguntó al fin.
–
¿Yo? Nada. Es mi banquero, tanto él como su hijo me echan una mano
con las cuentas del negocio. Para los números no soy muy buena, pero
para otras cosas...
Y
diciendo esto acercó su turgente cuerpo al cuerpo de Paul, a quien
le volvieron a subir los colores.
Viendo
el panorama, Johnyboy decidió seguir su camino, no sin antes
despedirse de Paul.
–
Recuerda, Paul, que eres un tipo casado, casado y con un hijo.
Cruzó
al fin la puerta que comunicaba el bar con el hotel y empezó a subir
las escaleras. Al llegar a la segunda planta vio la figura de un
vaquero junto a la puerta de una habitación, justo la que estaba
antes de llegar a la suya. Pasó al lado del tipo aquel, y vio que
era el mismo que, según le había dicho Red, había estado jugando a
las cartas, llevaba un pañuelo rojo anudado al cuello. El tipo
parecía tener problemas para meter la llave en la cerradura.
“Vaya
curda que lleva” pensó Johnyboy al pasar junto a él. Iba a entrar
en su habitación cuando el sonido de unas llaves chocando contra el
suelo le hizo girar la cabeza, el tipo aquel intentaba recoger la
llave que se le había caído. Llevado por cierta compasión,
Johnyboy se acercó, el tipo estaba agachado, seguía intentado coger
la llave, a pesar de tenerla al lado, no parecía verla.
–
Espera, ya la cojo yo– se ofreció el joven jinete.
El
tipo levantó sus ojos, unos ojos con un brillo rojizo, un poco
acuosos, posiblemente por el efecto de la bebida. Johnyboy reparó en
el rostro del tipo, un rostro de rasgos marcados, con una buena
mandíbula donde crecía una barba de pocos días, una nariz recta y
unos labios carnosos daban a aquel rostro un aspecto bastante
atractivo; en el robusto cuello, el pañuelo rojo anudado. Más
abajo, un pecho amplio y poderoso que dejaba ver la entreabierta
camisa, del que sobresalían unos vellos rubios y rizados.
–
Gracias– balbuceó el tipo.
Cogió
la llave Johnyboy y abrió la puerta; el tipo intentó levantarse
pero su estado se lo impedía, así que Johnyboy, ya que había
empezado aquello, decidió sostenerlo por debajo de los brazos y
echárselo encima, tendría que hacer de buen samaritano. Al echarse
al vaquero encima sintió el calor y la dureza que aquel cuerpo
desprendía, así como el aliento cálido que este, por la postura en
la que iba, le arrojaba en el cuello. De un golpe con la pierna
abrió por completo la puerta, el tipo agarrado fuertemente a sus
hombros, el caliente aliento sobre el cuello de Johnyboy, quien
empezaba a sentir cierto cosquilleo agradable, la camisa, con el
movimiento, se había abierto más, dejando ver ahora unas tetillas
rubias que a Johnyboy le recordaron las pálidas tetillas de Albert
Anderssen. Ya quedaban unos pasos para llegar a la cama, cuando
Johnyboy notó cómo la lengua húmeda del tipo recorría su cuello.
Lo arrojó sobre la amplia cama, donde el vaquero quedó
despatarrado, la camisa abierta, dejaba ver en su esplendor un pecho
duro y un vientre muy bien trabajado, las piernas abiertas del tipo
parecían estar ofreciéndole a Johnyboy lo mismo que este se estaba
imaginando. Aquel brillo rojizo en los ojos del vaquero y la sonrisa
que se dibujó en su rostro fueron lo que bastó a Johnyboy para
acabar de decidirse, aunque antes dio media vuelta, un par de
zancadas y la puerta de la habitación quedó cerrada. No quería
Johnyboy tener sorpresas desagradables.
Cuando
volvió adonde el tipo seguía tumbado, ya este, se había bajado los
pantalones y mostraba justo bajo aquel trabajado vientre una polla
que cabeceaba como las aspas de un molino, unos huevos lampiños y
colgones seguían aquel tranco respetable, y venían a terminar en un
sonrosado agujero que boqueaba como un pez sediento.
“Vaya,
pensó Johnyboy, parece que ahí la bebida no hace efecto.” La
visión de aquel cuadro, la disposición tan rápida de aquel
vaquero, y la premura del tiempo hizo que Johnyboy se bajara de un
tirón sus ceñidos pantalones, pero aquello que debía dar buena
cuenta de sus deseos, no parecía todavía del todo dispuesto. En
medio de sus muslos, su polla se mostraba ligeramente morcillona,
pero no aún preparada para acometer la gran empresa que parecía
demandar el vaquero que esperaba tirado en la cama. Se acercó
Johnyboy a la cama donde el tipo lo esperaba con las piernas
levantadas, el culo dispuesto; confiaba Johnyboy que con el roce y
ciertas caricias que en estos casos siempre acompañan, su imponente
miembro diera buena cuenta del manjar que se le ofrecía, así que se
tumbó sobre el tipo y empezó a lamerle las tetillas jugosas,
mientras este agarraba fuertemente el nabo de Johnyboy y empezaba a
agitarlo con creciente vigor, llevándolo a donde ya más inquietud
sentía. Pero a pesar de todos los intentos, la polla del joven
jinete no acababa de adquirir la consistencia y la dureza suficientes
para traspasar aquella entregada frontera. Seguía Johnyboy
frotándose contra el tipo, sintiendo la empinada verga del vaquero
sobre su vientre terso, notando los huevos de este sobre sus huevos
calientes, pero no lo que más deseaba sentir, es decir, la dureza
pétrea de su polla, aquello que más deseaba, aquello no llegaba.
Nunca le había pasado. Hasta ahora siempre había respondido muy
bien a las exigencias del duelo amoroso, incluso, en aquella época
de Cheyenne, cuando, llevado por las circunstancias, trabajó durante
un tiempo para Jacqueline, y tuvo que estar con tipos cuyo aspecto y
presencia le resultaban deplorables, nunca desfalleció, de ahí su
buena fama y reputación. Pero ahora, ahora no sabía lo que le
pasaba, y eso que el vaquero que debajo de él seguía esforzándose
porque aquello alcanzara el grosor y la dureza que hacía falta, le
resultaba bastante atractivo.
Se
echó a un lado de la cama Johnyboy, el pecho agitado, la ropa
desordenada, las piernas desnudas, sobre sus muslos su polla roja, de
buen tamaño, pero lacia, una mano del tipo aún intentando
reavivarla. Era inútil. Puso su mano en la del vaquero y la apartó
de aquel pájaro que no quería volar. El tipo se reclinó, estaban
los dos pegados, los dos con los pantalones bajados, los muslos
abiertos, pero el estado de lo que había en medio de los muslos era
muy distinto en uno y en otro. Empezó a incorporarse Johnyboy quien
sabía que nada podía hacer allí. Se subió los pantalones y
escondió lo que no había respondido a sus deseos. El tipo del
pañuelo al cuello, aún seguía empalmado.
–
¿Me vas a dejar así?– oyó Johnyboy que le decía.
Pero
Johnyboy no estaba para hacer más favores, ya bastante había hecho
aquel día. La decepción que sentía hacia él mismo se mezclaba con
cierta vergüenza, algo que hasta entonces nunca había sentido. Sus
ojos repararon en el libro que, con tanto movimiento, había acabado
en el suelo. Lo recogió y se lo volvió a meter en uno de los
bolsillos traseros del pantalón.
–
Tendrás que apañártelas tú solo– dijo mientras se dirigía
hacia la puerta. Antes de cerrarla, volvió a oír la voz suplicante
del tipo.
–
¿Me vas a dejar así?
(continuará)
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