La
marca del pasado
Tras varias horas
cabalgando los tres jinetes detienen sus monturas. Han dejado los
caballos atados a unos árboles, unos sicomoros que dan una agradable
sombra, además el murmullo de un arroyo cercano también invita a
descansar. Jonhyboy, el más joven de los tres, lanza su mirada hacia
el horizonte.
–Tres días y sin
noticias de ellos– dice mientras se tiende en la suave y fresca
hierba –. Ese puto sheriff...
Johnyboy ha cumplido ya
los veinticinco años pero en su rostro aniñado, en el que un ligero
bigote rubio se dibuja, aún palpita cierta inocencia propia de la
juventud, una inocencia que ya no es tal pues sobre sus espaldas
carga más de un delito.
– No te fíes,
Johnyboy, ese cabrón no descansará hasta dar con nosotros.
– Ese es de los que
muerden y no sueltan, Johnyboy.
El primero que ha
hablado es Red Cutface, una cicatriz le cruza media cara, si no fuera
por esa marca se podría decir que es un tipo atractivo, hay algunos
que piensan que es justamente esa señal lo que lo hace tentador.
Tiene un cuerpo fornido, trabajado en granjas y ranchos del medio
oeste, una vida que dejó hace tiempo atrás y en la que tiene mucho
que ver esa cicatriz que le cruza media cara.
– ¿Cuántas veces os
he dicho que debéis llamarme Jerry?
El rostro de Johnyboy
mostraba ira y frustración, la mirada fija en los dos tipos que lo
acompañaban.
–Si alguien se entera
de que Johnyboy se dispone a llegar a Dodge City la habremos jodido.
Todo el plan se vendrá abajo.
– Lo siento–
murmuró Paul bajando la vista.
Red seguía descargando
los caballos, de espaldas al joven, como si lo que hubiera dicho
Johnyboy no tuviera que ver con él.
– Pero no creo que sea
una buena idea lo de Dodge City, tal y como me han contado debe estar
lleno de pistoleros...– prosiguió Paul
– Mejor, tres más no
se notarán– dijo sonriendo el joven mientras se echaba hacia
atrás, la mirada perdida en el infinito cielo.
– Tenías que haber
matado a ese puto sheriff– añadió Paul mientras cepillaba su
caballo.
– Bueno, tal vez...
En la mirada del joven
un atisbo de melancolía. De un sheriff se puede huir, de tu pasado
no. Johnyboy sabía que no había nada personal en aquella
persecución, el sheriff cumplía con su trabajo, ¿qué se le puede
pedir a un sheriff? No todos iban a dejarse corromper; aún había
tipos íntegros, tipos que creían en la ley y en la justicia, tipos
que se consideraban ellos mismos la ley y la justicia. Aquel tipo
había hecho lo que tenía que hacer, había visto su rostro dibujado
en los carteles, su nombre y una cifra que haría levantarse de su
tumba a un muerto, así que por eso no había que preocuparse. Otra
imagen era la que rondaba por la cabeza del joven jefe. La misma que
también ocupaba la mente de Red.
– A quien había que
haber liquidado es a ese amigo tuyo.
Un escalofrío recorrió
el cuerpo de Johnyboy.
– De haberlo hecho,
Red, ten por seguro que ahora no estarías aquí, yo mismo me hubiera
encargado de dispararte.
Johnyboy lanzó una
mirada a Red, la mandíbula tensa, los puños apretados, la cicatriz
aún más marcada.
– Por su culpa nos
tuvimos que marchar de Goodland. Fue él quien te reconoció.
Johnyboy se incorporó
de un salto; su rostro estaba muy pegado al rostro de Red, podía
oler su aliento, sentir su respiración agitada.
– Te lo voy a decir
solo una vez: gracias a él sigo con vida ¿lo entiendes?
Johnyboy había alzado
la voz, su rostro a escasos milímetros del rostro de Red.
– ¿Lo entiendes?–
volvió a preguntar.
Pero el tipo de la cara
cruzada no podía entenderlo, no conocía la historia que había
detrás de las palabras de Johnyboy.
– Creo que todos
estamos un poco tensos, hemos cabalgado tres días sin parar bajo
este sol infernal– intervino Paul, intentando apaciguar los
ánimos–, quizás un baño nos viniera bien.
Johnyboy se alejó de
Red.
– Sí, Paul, llevas
razón; estamos un poco tensos... ¿Alguien se anima a un baño?
La sonrisa volvió a
dibujarse en el rostro de Johnyboy, una sonrisa que disipaba
cualquier tensión, cualquier disputa anterior; esa era una de las
características de aquel joven, aquella sonrisa formaba parte de su
encanto, pero también, como todo encanto, encerraba un peligro. De
eso sabía mucho Red, quien ahora observaba cómo el joven, con
movimientos rápidos y decididos se había desnudado por completo y
se dirigía hacia el arroyo. Algo dentro de sus pantalones se
estremeció. No podía evitarlo. La visión de aquel cuerpo
ligeramente tostado y lampiño, tan distinto al suyo, le provocaba
una sensación de vértigo a la que no estaba dispuesto a renunciar.
La voz de Paul le sacó de su ensimismamiento.
– Ahora voy.
Paul también se había
desnudado, aunque no del todo, pues mantenía sus largos
calzoncillos. Era un buen tipo este Paul, el mayor de los tres, un
tipo tranquilo, un tipo que no pegaba mucho en una cuadrilla de
forajidos; al pasar junto a Red le dio un suave golpe en el hombro.
Red vio cómo se alejaba hacia el arroyo, donde el joven Johnyboy
chapoteaba como si nunca hubiera visto el agua.
El vaquero de la
cicatriz en la cara se agachó para quitarse las botas, al tocar el
suelo vio junto a él la ropa que Johnyboy había dejado esparcida
por la suave hierba. A lo lejos se oía la voz de los otros dos,
bromeando en el agua. Aún sentía aquella hinchazón entre las
piernas. No, no podía presentarse así delante de sus compañeros,
con aquella erección que, no sabía por qué, lo hacía sentir
vulnerable. Así que decidió poner fin a lo que desde hacía unos
instantes le mantenía nervioso. Removió las ropas de Johnyboy y
encontró la que estaba buscando, aquella prenda de algodón blanco,
sombreada por algunas zonas oscuras; se la llevó a la nariz y aspiró
profundamente. El corazón lo tenía a mil. Del arroyo le llegaban
las voces de Johnyboy y de Paul. Con su mano zurda abrió la bragueta
de su pantalón y como una culebra sedienta emergió una polla
oscura, larga y gorda. Seguía con la prenda pegada a la nariz,
respirando el poco aire cálido que le llegaba a través de ella,
mientras que su mano, mano recia y callosa, se afanaba en sacarle
todo el jugo a aquella serpiente que cada vez se mostraba más roja y
carnosa. Le faltaba el aire, pero no podía dejar de aspirar aquel
olor que tanto le atraía, como tampoco podía dejar de menear
aquella polla en la que empezaba a sentir un fuego tan intenso como
delicioso. La voz de Johnyboy llamándole desde el arroyo coincidió
con el primer espasmo que sacudió su cuerpo. Echó la cabeza hacia
atrás mientras sentía cómo se vaciaba entero, la prenda pálida le
tapaba la cara como un sudario, en la hierba verde unas flores
blancas se deslizaban hacia la tierra.
Cuando sintió que el
corazón recobraba su ritmo normal se incorporó y terminó de
desnudarse. La brisa fresca del atardecer sobre su torso velludo le
despejó un poco, echó un vistazo abajo, su polla aún mostraba los
efectos de aquel deseo descontrolado de hacía un instante, tomó la
prenda blanca que tanto le había excitado y recogió en ella una
última gota que aún pendía de su capullo oscuro, luego la dejó
sobre el resto de la ropa del joven, es lo más cerca que podía
estar del muchacho, pensó, y dando una carrera se dirigió hacia el
arroyo, zambulléndose en el agua como quien se tira por un barranco.
Apenas los otros dos se estaban recobrando de la sorpresa cuando el
rostro marcado de Red emergió del agua.
– ¿Está buena,
verdad?– le preguntó Paul.
Red se limitó a lanzar
un grito, una especie de aullido que le salía de lo más profundo.
Johnyboy estaba a unos
dos metros de él, el cabello castaño y el rostro con la luz del
atardecer parecían bañados en miel. Una sonrisa, aquella sonrisa,
se le dibujaba en la cara.
– Siento lo de antes,
Red.
Red fijaba sus ojos en
los ojos verdes del joven, sin saber muy bien qué decir; al fin y al
cabo Johnyboy era el jefe, y sus razones tendría, como les había
dicho, para actuar como había actuado. ¿Quién era él para dudar
de sus palabras? Estaba a punto de decir que no tenía de qué
disculparse cuando vio cómo su compañero se acercaba hacia donde él
estaba. Ahora volvían a estar muy cerca el uno del otro, tan cerca
casi como habían estado hacía unos minutos, cuando la tensión se
mascaba entre los dos, cuando Johnyboy lo había puesto en su sitio,
pero a diferencia de entonces, ahora era otro tipo de tensión la que
Red sentía, la tensión de tener el cuerpo desnudo de Johnyboy a
escasos centímetros del suyo. Otra vez aquella intranquilidad en su
entrepierna, otra vez aquel vértigo contra el que nada podía hacer
él. Vértigo que se acrecentó cuando sintió cómo el cuerpo del
joven se abrazaba al suyo.
–¿Amigos?– oyó que
preguntaba la voz firme del joven, sus ojos verdosos clavados en los
suyos, gotas de agua recorriendo el rostro, colgando de aquel fino
bigote rubio.
El vértigo y el deseo,
las ganas de abrazarlo, las ganas de hundir su boca en aquellos
labios que seguían expectantes. Y el miedo al vértigo. Un
movimiento rápido de sus manos contra los hombros del joven, la
mirada sorprendida de este, y su cuerpo que se sumerge en el agua, el
cuerpo de Red que cae hacia delante, sentir la piel de Johnyboy sobre
la suya, el rostro del joven que quizás choca contra su vientre, que
quizás roza su polla que mantiene aún cierta hinchazón, su cuerpo
que también se sumerge, el joven que intenta desasirse, y lo logra,
los dos que vuelven a la superficie, la risa del joven, casi una tos,
esa risa que a él le contagia, como dos cachorros jugando a ver
quién es el más fuerte, sin rencores, sin remordimientos. Y Paul
que se une al juego, al final es quien más ahogadillas se lleva,
hasta que implorando grita basta, basta. Ya los cuerpos relajados,
flojos por el ejercicio, y el mismo Paul que dice no puedo más,
vamos a descansar un poco.
Ahora están tendidos
los tres a la orilla del arroyo, sintiendo cómo los últimos rayos
del sol del día les lamen las ligeras gotas que motean sus cuerpos.
Paul y Johnyboy están tumbados boca arriba, mientras que Red, que es
el último que salió, se ha tumbado boca abajo, se ha apartado un
poco de sus dos compañeros, apenas si se atreve a mirar hacia su
derecha, hacia donde Johnyboy, la mirada perdida en el cielo, se deja
acariciar por el sol. Quizás fuera el baño, las risas últimas, la
tarde apacible o quizás no hubo otra razón que la del deseo de la
confidencia, cuando Paul hizo aquella pregunta.
– Jefe ¿cómo es que
aquel tipo te salvó la vida?
La pregunta de Paul,
sorprendió a Red, quien, en contra de lo que se había propuesto,
lanzó una mirada a su derecha; el cuerpo mojado de Johnyboy y lo que
descansaba entre sus piernas, hizo que de nuevo algo se estremeciera
dentro de él, algo que hizo que cambiara un poco la postura, pues
sentía que la hierba no era lo suficientemente blanda. Se hizo un
breve silencio. Algunos pájaros empezaban a regresar a los árboles
y su piar frenético anunciaba el fin del día. El cielo estaba
limpio, sin una nube que recogiera los tonos rojizos que iba
adquiriendo. Fue el propio Johnyboy quien rompió el silencio.
– Lo que os voy a
contar lo sabe nadie – comenzó intentando romper un nudo que se
le había formado en la garganta–. ¿Os acordáis de la batalla de
Chanceslorsville?
No había que explicar
mucho; tanto Red como Paul conocían de oídas lo que supuso aquella
batalla, en la que el ejército yanqui había perdido quince mil
hombres, frente a los siete mil de los confederados, una auténtica
sangría.
– Casi un año antes
de aquella batalla,yo cumplía condena en un reformatorio de
Georgia, llevaba dentro de aquel maldito lugar algo más de un año,
el peor año de mi corta vida. Desde que mi madre se volvió a casar
con el que se convirtió en mi padrastro y en la mayor inmundicia que
yo hasta entonces había conocido, mi vida se había convertido en
una sucesión de pequeños robos, escapadas de casa y broncas
continuas con mi padrastro, quien me odiaba a muerte. Fue entonces
cuando se produjo el robo del banco de Blackstone, ya sabéis, mi
ciudad natal. Ya digo que mi fama no era la de un angelito pero jamás
se me hubiera ocurrido robar aquel banco, lo mío eran simples
travesuras. Por lo visto, antes de cerrar la sucursal entró un tipo
joven, casi un chaval, y encañonando al director y a un par de
empleados, se llevó una cantidad insignificante de dinero. El
director me acusó a mí, pero eso era imposible, pues aquella tarde
la pasé en casa, mi madre tenía que hacer un par de visitas y me
había pedido que me quedara echándole un vistazo a mi padrastro,
que sufría una gripe. Cuando el sheriff y sus hombres llegaron a
casa mi padrastro dijo que no me había visto en toda la tarde.
Supongo que vería la oportunidad de su vida para quitarme de en
medio; era un tipo respetado por la comunidad ¿quién iba a dudar de
su palabra? ¿quién iba a pensar que quería deshacerse de su
hijastro? Tenía muy buenas influencia, tenía pasta, el director
del banco era buen amigo suyo. Encontraron el supuesto dinero robado
debajo de mi colchón, seguramente la idea se le ocurrió al cabrón
de mi padrastro, supongo que lo colocaría allí a lo largo del día.
Si yo hubiera robado el banco no iba a ser tan capullo de esconder
el dinero en mi propia cama ¿no creéis? Evidentemente mi padrastro
no hizo nada por defenderme, todas las pruebas, falsas pruebas, me
incriminaban. Así que acabé en aquel reformatorio. Aquel cabrón lo
había conseguido, había conseguido matar dos pájaros de un tiro:
me mantenía lejos de él y de sus posesiones y por fin, yo recibiría
el escarmiento que según él estaba a gritos pidiendo. Con lo que no
contaba era con que una fría y ventosa noche de marzo, logré
fugarme del centro, y después de una semana de dar tumbos acabé
enrolándome en las filas del ejército yanqui, por supuesto con
nombre falso. En aquella época no eran muy escrupulosos revisando
las solicitudes de alistamiento, hacía falta soldados, porque la
guerra que se libraba se presuponía larga. La vida militar siempre
me había atraído, y en ella encontré buenos camaradas y un
desahogo para mi furia juvenil.
Johnyboy hizo una
pequeña pausa. Paul lo contemplaba tumbado a su lado, el codo sobre
la hierba, una mano apoyada en su mandíbula, la pierna derecha
ligeramente flexionada. Aún quedaban gotas sobre la piel tenuemente
tostada del joven. Red mantenía los ojos cerrados, atentos a las
palabras que Johnyboy pronunciaba, intentando quitar de su mente la
imagen del cuerpo desnudo de su joven jefe y sobre todo la imagen de
aquella polla que sobresalía de una nube de vellos dorados, como un
polluelo en su nido.
– No olvidaré aquella
mañana de mayo, ni el griterío ensordecedor de la batalla, mezclado
con el lamento de los que iban cayendo, antes de recibir un disparo
que me hizo morder el polvo. Oía y sentía cómo muchos de mis
compañeros pasaban junto a mí en una carrera desordenada de gritos
y pasos, mientras una verdadera lluvia de plomo caía a mi alrededor;
pensé que eran mis últimos momentos y empecé a acordarme de mi
madre, allí, en su casa, en la lejana Georgia, ignorante del
paradero de su hijo, ajena a mi suerte, y lamenté no haberme
comunicado con ella en esos meses, fue lo único que lamenté, pero
ya poco podía hacer más que encomendarme al cielo y pedir perdón
por todas mis faltas, que al fin y al cabo no habían sido sino
niñerías. Entonces, a punto estaba de cerrar los ojos, sintiendo
cómo la vida se me escapaba, cuando noté a alguien junto a mí,
pude ver su uniforme, el uniforme de la Unión. Tranquilo, muchacho,
oí que me decía mientras me incorporaba y sostenía. Era el
teniente Albert Anderssen, el oficial de mi sección, un tipo que
desde el primer momento me había mostrado gran afecto. Oí cómo
llamaba a unos enfermeros, cómo se desesperaba gritando, lo último
que recuerdo fue mi intento de darle las gracias, creo que no pude,
pues ya me desmayé.
De nuevo se hizo el
silencio en aquel paraje. Paul seguía con su mirada fija en el joven
Johnyboy, aunque ahora había cambiado la postura, permanecía boca
abajo, como Red, quien continuaba con los ojos cerrados. Johnyboy se
incorporó un poco, su vista se perdió en las aguas del arroyo que
iban adquiriendo un tono rojizo con los últimos rayos de la tarde.
– Cuando por fin
desperté, estaba en un hospital de campaña, apenas si me podía
mover, me habían metido dos balas en el cuerpo: una en el hombro y
otra, más peligrosa, cerca del vientre.
A Red no le hacía falta
mirar, se sabía de memoria aquellas dos marcas que adornaban el
cuerpo de Johnyboy, ¿quién de aquellos rudos hombres no tenía su
cuerpo marcado?
– A partir de ahí,
surgió una gran amistad entre el teniente Anderssen y yo–
concluyó Johnyboy, con un brillo húmedo en sus ojos.
Pero la historia no
terminaba ahí, ahí terminaba el relato que Johnyboy estaba
dispuesto a contarle a sus hombres. Era el recuerdo de la historia
completa la que trazaba una sombra de melancolía en el rostro del
joven vaquero.
Después de sanar sus
heridas le fue concedido un permiso, permiso que Johnyboy rechazó,
pidiendo ser incorporado de nuevo a filas, no solo es que no tuviera
a dónde ir, era un proscrito, sino que también deseaba permanecer
en aquel sitio, junto a aquel oficial que le había salvado la vida y
en aquel ambiente en que había encontrado el afecto que necesitaba,
sobre todo en las visitas que casi diario le hacía el teniente
Anderssen. Este había visto en el joven una fortaleza y
determinación impropias de su edad y también la posibilidad de
olvidar una antigua historia que le había dejado confuso y dolido,
una historia que no conocía el joven Johnyboy pero que tendría
funestas consecuencias.
Así que en vista del
arrojo y las ganas que demostró el joven soldado, el teniente lo
nombró su asistente personal. Pasaban prácticamente todo el tiempo
juntos, y Johnyboy no sabía cómo agradecerle el favor de haberle
salvado la vida. No tenía nada que ofrecer, quizás fue por eso por
lo que una noche, mientras los demás descansaban en sus respectivas
tiendas, Johnyboy le contó al teniente su pasado. Por ser asistente
del teniente, Johnyboy tenía el deber de dormir en la misma tienda
que el oficial, cosa que no le molestaba en absoluto , al contrario,
lo consideraba un honor. La tenue luz de un quinqué iluminaba la
tienda y quizás fuera esa penumbra o quizás la confianza que se
había establecido entre ellos por lo que el joven soldado le contó
al teniente Anderssen toda su historia; el teniente, recostado en su
catre, seguía atentamente las explicaciones del muchacho. Al llegar
Johnyboy al episodio en que creyó morir, y al evocar, por primera
vez ante alguien, el recuerdo de su madre y el sufrimiento que su
actitud rebelde le había provocado, se le quebró la voz al joven
asistente, emoción que también estaba íntimamente ligada a la
aparición salvadora del teniente Anderssen. Johnyboy intentó
continuar pero un nudo en la garganta se lo impedía al mismo tiempo
que a sus ojos subían algunas lágrimas; se maldijo interiormente
por ser tan crío, así pensó, y temiendo su propia vergüenza
hundió la cara en la almohada de su catre. Era una noche de finales
de septiembre y el calor se dejaba sentir aún; con el rostro oculto
en la almohada Johnyboy no podía dejar de llorar en una mezcla de
vergüenza y desahogo. Lo que tampoco podía esperar es que el
teniente se hubiera levantado de su camastro y ahora estuviera
sentado en el borde del suyo, acariciando suavemente sus desordenados
cabellos claros. Aquel gesto le hizo estremecerse más, pues no
estaba acostumbrado a aquellas muestras de afecto, como tampoco a
sentir sobre su hombro los suaves labios del teniente, quien con gran
dulzura besaba y lamía la cicatriz de la herida. Sí, eran los
labios del teniente, sí, era la lengua del teniente la que trazaba
pequeños círculos entorno a aquella marca, y eran las manos del
teniente las que le acariciaban la espalda, las que se dejaban caer
por su costado, las que se acercaban a aquella zona donde Jonhyboy ya
sentía un cosquilleo desconocido, sí, eran aquellas manos que él
tantas veces había visto, las mismas manos que le habían sacado de
las garras de la muerte, las que ahora se perdían entre la tela de
sus calzones y se detenían en el centro mismo de donde surgía aquel
cosquilleo.
– Ya pasó.
Oyó como en un susurro
la voz recia del teniente junto a su oreja, mientras los labios del
oficial se perdían por su cuello, por su hombro de nuevo, y de nuevo
subían hacia su oído. Fue entonces cuando Jonhyboy no pudo
resistirse más, giró la cabeza en busca de aquellos labios y se los
ofreció al teniente, quien empezó a besarlos con una mezcla de
determinación y dulzura, mientras su mano agarraba ahora la dura
polla del joven, tan pronta en su respuesta a los movimientos del
teniente Anderssen, cuyo torso cálido se frotaba contra la suave
espalda del asistente. Sí, aquella era su entrega, la entrega de
Johnyboy, su agradecimiento, así que abrió las piernas y alzó
instintivamente la cadera esperando con ansia que aquella desazón
que sentía terminara de una vez. Nunca antes había sentido nada
igual por nadie, nunca antes había sentido la necesidad de que
alguien lo poseyera, tan libre e indómito como era. Pero ahora lo
único que quería era el abandono, el abandono absoluto en aquel
cuerpo que férreamente se apretaba contra el suyo, aquel cuerpo que
no dejaba de frotarse contra el suyo, del que ya intuía una avanzada
dura y firme que buscaba un resquicio en su carne dispuesta. Por eso
su grito de alegría, tan distinta a la congoja que hacía un momento
acababa de sentir, cuando notó cómo la carne caliente del teniente
entraba dentro de él, cómo aquellos movimientos acompasados, lo
iban enervando cada vez más, en una especie de arrebato sin fin,
cómo se abandonaba a los movimientos del oficial, quien lo cabalgaba
y domaba como al caballo joven que era, cómo al sentir aquel líquido
que le impregnaba las entrañas, no pudo más que dejarse llevar por
aquel precipicio que hacía que él mismo se vaciara sobre las
ásperas sábanas de su catre.
Recordando para sí
aquel primer momento, ahora, en la luz crepuscular de la tarde,
Johnyboy sintió de nuevo la excitación de entonces, por eso se giró
y se tumbó boca abajo, en la misma postura de sus otros dos
compañeros, Red a su izquierda, los ojos cerrados, la mente perdida
en busca de la imagen de un Johnyboy casi adolescente, y Paul que,
aparentado tener también los ojos cerrados, había sido testigo de
cómo la polla de su joven jefe había ido adquiriendo un tamaño y
un movimiento curiosos durante aquel breve silencio, y que no estaba
dispuesto a dejar pasar la oportunidad que se le ofrecía.
(Continuará)
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