Capítulo
13
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En
el saloon anexo al hotel donde se alojaban los tres jinetes, quedaban
pocos clientes ya, los más borrachos o los más desesperados, que a
veces viene a ser lo mismo. Paul seguía departiendo alegremente con
Jacqueline en un extremo de la barra, mientras que Red seguía
sentado solo en su mesa, aún tenía un asunto que aclarar y no solo
no quería aclararlo antes de irse a dormir sino que también
confiaba que la aclaración le ayudara a terminar lo que aquel día,
de buena mañana, no había podido rematar.
Jacqueline
ordenó al joven Len que fuera ya recogiendo algunas mesas pues ya
eran, como hemos dicho, pocos los clientes que quedaban. Salió el
chico de detrás del mostrador, camisa blanca ajustada y aquel
delantal que cubría el motivo del nombre del chico. Empezó a
recoger vasos y botellas vacías y a dejarlas encima del mostrador.
Red seguía los movimientos del joven camarero con sus penetrantes
ojos negros, un gesto serio y una mano apaciguando su entrepierna.
Len había recogido ya todas las mesas y solo le quedaba la del
vaquero de la cara marcada. Con paso vacilante se acercó a la mesa
y, sin saludar, empezó a recoger. Un escalofrío le recorrió la
espalda cuando notó la mano de Red, trepando por sus muslos,
oculta a las miradas indiscretas por la blanca tela del delantal.
Cuando esta llegó allí donde más placer había, el muchacho se
disponía a dejar una botella vacía en la plateada bandeja que
sujetaba. La mano de Red recorría ahora el camino que separaba los
dos prietos montículos que curvaban tan deliciosamente el blanco
tejido.
–
Quita tus manos de ahí si no quieres que esta botella te deje otra
marca en la cara.
La
voz del muchacho era firme y en sus ojos no había la menor sombra de
duda.
Apartó
Red la mano, lamentando la respuesta del joven que posiblemente se
debía a lo que el propio chico había visto en el callejón trasero.
Terminó Len de recoger la mesa y se marchó, sin volver a cruzar una
palabra con el jinete de la cara marcada.
Así
estaban las cosas y así tendría que aceptarlas, pensó Red,
mientras se levantaba y se dirigía a la puerta que comunicaba el bar
con el vestíbulo del hotel. Al pasar junto a Jacqueline y Paul dio
las buenas noches. Len que estaba cerca de ellos ni siquiera levantó
la vista.
Subió
a su habitación. La luz estaba encendida, Johnyboy estaba en su
cama, unos calzones grises como única prenda, y lo que más le
sorprendió a Red, leyendo un libro. Apenas si levantó la vista del
libro cuando Red lo saludó. El jinete de la cara marcada se dirigió
a su cama y mientras se desnudaba, empezó a hablar.
– No
sabía yo que te gustara leer.
Por
toda respuesta un murmullo.
–
¿De qué va el libro?
Johnyboy
levantó la vista de las páginas de mala gana.
–
Es la historia de dos tipos que se conocen en la guerra, uno le ha
salvado la vida al otro y se han hecho inseparables... No te puedo
contar mucho más porque lo acabo de empezar– contestó Johnyboy,
pensando que con aquello lo dejaría en paz Red, quien había
empezado a desnudarse hasta quedar en calzones, unos impolutos y
sedosos calzones blancos.
Red
se echó en la amplia cama y cerró los ojos con intención de
dormir. Fuera apenas se oía nada a pesar de estar la ventana abierta
pues hacía bastante calor. Un ruido en el patio trasero, alguien
arrastrando una caja, le hizo a Red acordarse de lo que había pasado
en aquel mismo lugar aquella misma noche. Algo se estremeció dentro
de sus calzones de seda. Se dio media vuelta e intentó dormir.
Johnyboy
estaba entusiasmado con el libro que le había prestado Mr. Bradbury.
Había llegado bastante frustrado y decepcionado a la habitación
después de lo que le había pasado en el cuarto vecino, menos mal
que la lectura de la historia de aquellos dos amigos no solo le
había hecho olvidar lo pasado sino que también le había sumergido
en un relato que lo tenía completamente absorto. Nunca se hubiera
podido él imaginar que aquel tipo de historias podían ser contadas.
No sabía con cuál de los dos personajes principales quedarse, pues
los dos le resultaban extraordinariamente atractivos, aunque quizás
se inclinara un poco más por el capitán Drexter, con su disposición
continua a ayudar a su joven camarada, el teniente Larson, y su
apariencia tan varonil y sensible a la vez. Iban los ojos de Johnyboy
devorando líneas cuando llegó a un pasaje que le dejó
completamente turbado; era una escena en la tienda de campaña que
compartían los dos oficiales. El día había sido duro, pero más
duro para el más veterano, el capitán Drexter, quien se preguntaba
por qué su compañero de armas, el teniente Larson, llevaba ya unos
días mostrándose taciturno y distante con él, como si quisiera
evitarlo. Se habían metido ya cada uno en su catre, catres que
estaban muy juntos pues la tienda no era demasiado grande; tenían la
costumbre de conversar un poco antes de dormirse, pero aquella noche,
el capitán Drexter se sorprendió cuando vio que el teniente Larson,
apenas un murmullo deseándole buenas noches, se giró y le dio la
espalda. Esto intranquilizó aún más al capitán, quien estuvo un
rato sin poder dormir, dándole vueltas a lo que podría ser que
atormentara a su buen compañero. Mientras se debatía en cuál
podría ser el motivo de la actitud de su compañero, sentía cómo
este se agitaba y no paraba de dar vueltas en la cama. Era evidente
que algo le pasaba a su amigo, pero no se atrevía Drexter a
preguntarle pues temía una mala contestación o lo que era peor, una
mirada de desprecio. Así pasaron uno minutos que se le hicieron
interminables cuando la voz de Larson vino a sacarlo de sus
pensamientos.
–
Drexter ¿estás despierto?– oyó que le preguntaba el compañero.
El
corazón le dio un bote en el pecho.
–
Sí, ¿por qué?
Notaba
la angustia en la voz del joven teniente, quien había vuelto a su
mutismo.
– Larson
¿te encuentras bien?– preguntó viendo que el otro no decía nada.
Entonces
sintió una especie de sollozos. ¿Estaba llorando?¿Estaba llorando
el teniente Larson?
Se
incorporó en su catre y fijando la vista todo lo que pudo, no había
mucha luz en el interior de la tienda, pudo ver cómo la espalda de
su compañero subía y bajaba en desconsolado llanto. Se levantó y
se acercó al catre del amigo. La poderosa espalda del teniente
seguía con su movimiento incontrolable. Drexter posó una mano allí
donde había quedado la marca del tiro que estuvo a punto de costarle
la vida al teniente. Con las yemas de sus dedos la fue recorriendo
delicadamente, como las caricias que una madre hace a su bebé.
Sentía el calor del cuerpo del amigo y sobre todo sentía la
rotundidad de su piel dorada, la misma piel dorada que ahora sus
labios besaban, llevado no sabía muy bien por qué impulso. Notó
que el amigo se tranquilizaba, que sus sollozos cesaban, mientras él
seguía recorriendo con sus labios las suaves cordilleras de la
espalda del teniente hasta ir descendiendo allí donde la espalda
daba paso a unos montes aún más apetitosos, siguió bajando los
labios, apartó la blanca tela que los tapaba, y fue descendiendo por
aquel desfiladero en el que sabía que le esperaba una dulce
emboscada. El teniente, rendido ante aquella poderosa arma, separó
un poco las piernas, a fin de que los labios del capitán no
encontraran ninguna resistencia. La visión de la puerta que
encerraba lo único que ya Drexter tenía en mente, hizo que se
aplicara con más empeño si cabe a lograr su objetivo. Su lengua se
afanaba en recorrer aquel rosado botón que se abría y cerraba en
cortos movimientos, movimientos que no impedían que poco a poco la
húmeda lengua del capitán fuera penetrando, como penetra la fresca
lluvia en la seca tierra. Siguió lamiendo, empleándose a fondo, tan
obcecado estaba en su empresa, que se sorprendió cuando sintió
aquellos espasmos de placer contraerse sobre su cara, seguidos de un
olor acre y dulce a la vez, como leche recién ordeñada, y una
mancha de líquido blanca que iba oscureciendo poco a poco las
sábanas.
El
corazón de Johnyboy bombeaba sangre a mil horas, una sangre que se
acumulaba en un único sitio, allí donde sus calzones grises habían
adoptado una curiosa forma, forma que no había pasado desapercibida
para el otro huésped de la habitación, Red Cutface, quien había
seguido la transformación de la tela desde su cama, los ojos
entrecerrados, la polla chocando contra el duro colchón. Vio que los
ojos de Johnyboy dejaban un momento el libro y pasaban a fijarse en
él, quien seguía con los ojos entrecerrados, sabiendo que a aquella
distancia, su joven jefe pensaría que estaba ya dormido, pero lo que
acababa de ver no solo no le había quitado el sueño sino que lo
había despabilado más, tanto como lo que a continuación vio.
Johnyboy
se había bajado los calzones, lo que provocó que su polla dorada y
contundente chocara contra el vientre; seguía con el libro en una
mano, mientras con la otra empezaba a menearse aquel prodigio de la
naturaleza y de la juventud. Red aplastaba la cara contra la
almohada, pues era mucha la quemazón que seguía notando entre sus
muslos, su polla iba a acabar haciendo un agujero en el colchón como
no pudiera él aliviarla un poco. Entonces Johnyboy se giró, dándole
la espalda, aún con el libro en una mano y con la otra meneándose
el rabo, rabo que ya Red no podía ver, ahora veía las nalgas
apretadas y delicadamente doradas del joven jinete, lo cual también
le permitía agarrar por fin la culebra ardiente que serpenteaba
entre su vientre y el colchón, a la que empezó a aplicarle un buen
meneo, la vista fija en la espalda y el culo de Johnyboy, que a su
vez también se pajeaba, ajeno al placer que su propia anatomía
levantaba a escasos tres metros. Se corrió primero el joven y al
instante el vaquero de la cara marcada quien apenas recobrado del
esfuerzo, tuvo que disimular de nuevo la postura, pues ya Johnyboy
había vuelto a colocarse boca arriba, el libro en una mano, los
calzones cubriendo lo que hasta hace poco había estado a la vista. A
pesar de que su joven jefe siguió leyendo bajo la tenue luz, Red
sintió cómo el sueño le llegaba por fin, quizás por el sosiego
que había conseguido tras aquel rápido meneo, del que buena cuenta
daba una mancha que sombreaba la sábana.
(continuará)
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